"Libros viscosos como pantanos en los cuales uno se hunde y
clama en vano para que lo rescaten; libros secos, filudos, riscosos, que
nos llenan de cicatrices; libros acolchados, de dunlopillo, donde damos
botes y rebotes; libros-meteoro que nos transportan a regiones ignotas y
nos permiten escuchar la música de las
esferas; libros chatos y resbalosos donde patinamos y nos rompemos la
crisma; libros inexpugnables en los que no podemos entrar ni por el
centro, ni por delante, ni por detrás; libros tan claros que penetramos
en ellos como en el aire y cuando volvemos la cara ya no existen;
libros-larva que dejan escuchar su voz años después de haberlos leído;
libros velludos y cojonudos que nos cuentan historias velludas y
cojonudas; libros orquestales, sinfónicos, corales, pero que parecen
dirigidos por el tambor mayor de la banda del pueblo; libros, libros,
libros…"
(Julio Ramón Ribeyro, Prosas apátridas, [171], pàg. 127-128)
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